Detalles de una visita a Galerazamba, municipio que queda en los límites de Bolívar y Atlántico. Actualmente es visitado por cientos de turistas a diario, atraídos por el color que produce la extracción de sal. Sus habitantes aseguran que su vida ha cambiado desde que despertó el turismo en su tierra.

Salgo de Barranquilla en el automóvil de Mauricio –un InDriver 4,7 estrellas–, son las 8:00 a.m. y en la radio suena Eclipse Total del Amor, pero en inglés, en la voz de Bonnie Taylor, y en los coros el mismo Mauricio. Yo me imagino un sol eclipsado sobre el mar rojo.

Tomamos la Vía al Mar y no hacemos otra cosa que andar derecho. Cruzamos el peaje de Puerto Colombia, y en cuarenta y cinco minutos, en el kilómetro 52, se ve la Ciénaga del Totumo deslizarse bajo del puente que lleva el mismo nombre. A la derecha de la carretera, aunque no se vea, está el océano Atlántico. Pasamos la curva de Zarabanda, bien conocida por sus 16 restaurantes que venden almuerzos, yuca, queso, ñame, chicharrón, patilla, mango y ciruela, bollo limpio y de mazorca.

Estamos en Loma Arena, o más bien Lomita Arena. En pocos minutos nos desviaremos a la derecha justo antes de la bomba de gasolina, cruzaremos Pueblo Nuevo y el caserío los Olivos, y tal vez en diez minutos llegaremos a Galerazamba. Corregimientos de Santa Catalina, del departamento de Bolívar. Hay quienes piensan que deberían ser del Atlántico.

El señor Mauricio me explica que esto por acá fue fantasmagórico, como los pueblos abandonados del viejo oeste donde hay vaqueros, caballos y ramas secas en forma de círculo saltando al ritmo del aire. “Primero hubo bonanza, pero después esto no lo miraba nadie”. Me cuenta que el mismo Estado, a través del Banco de la República, explotó la mina de sal por más de cien años. Que en el 92 las cosas se pusieron feas y todo se volvió este cuento del viejo oeste que imagino sin vaqueros, pero con galerazambunos sin hospital, sin seguridad, sin vías y sin agua potable.

De eso poco ha cambiado. Vía hay; a medias, pero hay. Hospital también. Los burros que cargan pimpinas plásticas llenas de agua dicen que a lo mejor de la pluma no sale nada. También lo dicen los tanques de agua regados en las calles del pueblo, en cada esquina.

“Acá llegan carrotanques de agua de todos lados: de Cartagena, de Barranquilla, de Nueva York, de todos lados, compae…”, me explicaría después un guía turístico que encontré en una tienda. Es su día de descanso; mañana el turno en el Mar rojo comienza a las 6:30 a.m. “Hay unas listas y nos repartirnos los días de trabajo en el turismo. Eso es para que todos ganemos y para organizar a la comunidad, está llegando gente de todos lados a vender y a guiar turistas”. ¿Tú de dónde eres?, pregunto, y me responde primero su amigo: “Lomero, lomero”, es decir de Lomita Arena. Él nos responde a su amigo y a mí: “Yo soy de aquí”, casi gritando.

Mauricio y yo cruzamos Loma Arena de un solo pisotón en el acelerador. Le digo que se detenga, que preguntemos si vamos bien. En un costado de la vía hay un hombre de unos 20 años, ondea una pañoleta azul y señala un letrero que dice: Restaurante La Mar Beach Club.

—¿Amigo, el mar rosado?  –le pregunto y veo su pañoleta azul señalar la vía en la que vamos. Es la única vía.

—Dele derecho hasta que vea la fila de carros —responde. Su trabajo es quedarse en la vía y señalar ese letrero, que también dice: Kayak Tours, Pasadías y Salinas El Prieto.

Carlos, empleado de La Mar Beach Club, me cuenta: “Nadie sabe que acá se prestan estas atracciones turísticas, entonces la primera tarea que hay que hacer es mostrar que hay más que el Mar rojo”. Me cuenta también que “cuando el mar rojo no esté rojo la gente se acordará de que acá los paseamos por la Ciénaga del Totumo en kayak, los llevamos al Faro y hasta le podemos enseñar la Original India Catalina, no la de Cartagena. La India Catalina Original es de aquí”.